Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribacionesde los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á laciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado«el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerleencomiendas piadosas.
Años antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercioentre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre habíaarrieros ricos que por entusiasmo patriótico costeaban el viaje á todossus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir endicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrón de hombres y mujeresá caballo escoltaba á una mula brillantemente enjaezada llevando sobresus lomos una urna con la imagen del Niño Jesús, patrón del pueblecillo.
Abandonando por unos días la ermita que le servía de templo, figurabaentre las imágenes que precedían al Señor del Milagro, esforzándose losorganizadores de la expedición para que venciese por sus ricos adornos álos patrones de otros pueblos.
El viaje de ida á la ciudad sólo duraba dos días. Los devotos del valleansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar á su pequeño Jesús. Encambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotosexpedicionarios, orgullosos de su éxito, se detenían en todos lospoblados del camino.
Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que á veces seprolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidadesde mate y toda clase de mezcolanzas alcohólicas. Los que poseían eldon de la improvisación poética cantaban, con acompañamiento deguitarra, décimas, endechas y tristes, mientras sus camaradasbailaban la zamacueca chilena, el triunfo, la refalosa, lamediacaña y el gato, con relaciones intercaladas.
Algunas veces, este viaje, en el que resultaban más largos los descansosque las marchas, se veía perturbado por alguna pelea que hacía correr lasangre; pero nadie se escandalizab